El maestro y el poder

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En octubre de 1987 terminó el período de permanencia en Antaiji, el monasterio japonés que durante muchos años me había hospedado junto a dos compañeros italianos.
Antes de nuestra partida, entre la despedidas mas relevantes estuvo la visita a Uchiyama Kōshō, abad de Antaiji hasta 1975, sucesor en aquel rol, discípulo y heredero espiritual de Sawaki Kōdō, el más famoso y controvertido monje zen del siglo pasado. Uchiyama Kōshō, entonces casi con ochenta años, instructor espiritual de nuestro padre espiritual Watanabe Kōhō, ya era en aquella época conocido en todo el mundo, en persona y a través de sus libros, como el exponente más autorizado de la linea “purista” del budismo Zen, encarnada en la tradición protegida y trasmitida en el monasterio Antaiji. Enumero estas características sin pretender adular o con el deseo de destacar el haber frecuentado a ciertas personas. La intención es remarcar la distancia sideral que había entre aquella figura y tres jóvenes italianos desconocidos que habían apenas finalizado un periodo en un monasterio.

El recuerdo más neto que me ha quedado de aquella ocasión fue el momento de la despedida; nos saludamos bajo el umbral, atravesamos el pequeño jardín, nos volvimos para un último gesto y vimos que el padre Uchiyama se había arrodillado sobre las tablas de la galería inclinando la frente hasta tocar el pavimento. Si no nos hubiésemos girado no lo habríamos sabido nunca.

Aquel gesto me impresionó mucho. Experimenté un sentido de inadecuación, incluso de vergüenza, que percibí en mi ante aquel acto incomprensible.

De entrada me alcanzó la enormidad de aquello en el plano de la etiqueta, en una sociedad como la japonesa en la que los gestos de deferencia formal están minuciosamente determinados para cada circunstancia, su comportamiento estaba fuera de cualquier norma o significado, impensable en la dinámica de las relaciones entre él y nosotros. Después, con el paso del tiempo, ya no fue la incongruencia de la forma la que me interrogó, sino el significado de aquel gesto más allá de la cultura en la que se había desarrollado, independientemente de los factores sociales en juego.

El tejido social japones tiene una ajuste operativo basado sobre todo en una perspectiva confuciana del mundo. En los márgenes de aquel solido tejido están ligados otros factores que modifican algunas formas, pero no la sustancia, es decir las normas y las leyes de referencia del comportamiento. Por ejemplo, la difusión del budismo Zen ha transferido a las artes una impronta característica, con el tiempo convertida en hegemónica, que se observa incluso en la arquitectura tradicional en la que el verdadero sujeto es el vacío y en el que la partes “llenas” se remiten a él constituyendo un ornamento. El Shintō, la antiquísima religión autóctona del archipiélago nipón, ha permanecido a la base del sentido de lo bello, del sentido de pureza interior, en la relación con la naturaleza y en la valoración de la desnuda emotividad carente de énfasis que forma la parte más sutil, invisible pero determinante en la psicología y en la espiritualidad japonesa. Más recientemente, debido al ejemplo de la potencia dominante en los últimos cincuenta años, es decir los Estados Unidos de América, el capitalismo entendido como producción y acumulación de bienes ha orientado hacia el la medida de la supremacía; así cuando el sistema Japón ha querido redimirse de la derrota en el último conflicto mundial mundial, proponiéndose como potencia de primer orden tanto en Oriente como en Occidente, lo ha hecho usando los símbolos del poder capitalista: el PIB, la producción y la posesión de bienes.

Pero mientras tanto, allí donde la cultura tradicional no se ha disgregado en la nada cotidiana del hombre que gira en torno a una empresa como única razón vital, el paradigma de referencia de ese pueblo ha permanecido intrínsecamente confuciano en la lengua, en las formas, en los usos, en las costumbres, en la escala de valores, en el sentido de lo justo y lo equivocado. Por lo que la relación de sumisión respetuosa de los más jóvenes hacia los más veteranos, tanto en la familia como en la empresa, el respeto de las reglas como simulacros de sacralidad casi trascendente, o en cualquier caso colocada ciertamente mucho más arriba de las elecciones del individuo del que se espera obediencia sin discusiones, la profunda convicción -profunda hasta el punto de convertirse en certeza inconsciente- de que la educación es un proceso de dolorosa corrección de las deformaciones individuales por medio de una disciplina posiblemente despiadada (y por ello, según ese punto de vista, piadosa), permanecen todavía como el substrato, el humus de la vida organizada, socializada de aquel pueblo.

El budismo, que en séptimo siglo fue instrumentalmente insertado en la primera constitución japonesa, alcanzó su madurez entre el siglo diez y el siglo catorce. En épocas sucesivas ha florecido plenamente en ámbitos limitados numéricamente, a veces marginales. Si bien cualquier generalización es de alguna manera injusta, es posible afirmar que hoy a nivel de conciencia de masa existe una percepción desenfocada, distante y a menudo confusa. Le son delegadas las relaciones con el más allá, funerales y aniversarios rituales ligados a los difuntos, al interior del conformismo con la norma, para respetar la ley de la costumbre más que por fe individual en su posibilidad salvadora. Sin embargo, al interior del amplio panorama budista japones, el Zen, gracias a la ausencia de rigidez doctrinal y de manierismo, a la unión con lo esencial de la vida cotidiana y también a las relaciones, si bien heterodoxas en parte, con artes refinadas y estimadas por muchos como por ejemplo el Sadō, la vía o ceremonia del te, el Shodō, la vía de la escritura o caligrafía, el Ikebana, literalmente vida-flor, en cierta medida ha podido “pasar” a través de la severa criba crítica sutilmente refinada por milenios de espiritualidad Shintō, penetrando por ósmosis en el alma japonesa.

Además en esas múltiples y a menudo difíciles condiciones ha habido siempre un cierto número de lugares, desconocidos por otra parte si no es a posteriori, difíciles de cuantificar; precisamente por que en su ser sin parecer se manifiesta su calidad, donde la vida religiosa era y es dueña del tiempo. Así ha sido protegida y trasmitida la enseñanza viva que, también en Occidente, toma el nombre de “Zen”.

Fuera de esos casos, realmente pocos, la realidad budista está desgraciadamente distante de la espiritualidad que se reconoce en la simple edificación del despertar en el máximo de ausencia egoísta y en armonía con todos los seres. Los templos budistas japoneses, estructuras muy similares a nuestras parroquias en cuanto a difusión, funcionamiento y composición, en la gran mayoría de casos son pequeños feudos familiares trasmitidos de padre a hijo. En los monasterios oficiales de las principales escuelas budistas, en los que los hijos primogénitos de aquellos templos constituyen la mayoría de los novicios, por efecto de un profundo sincretismo entre budismo y confucianismo, a través de una disciplina rígida y a veces estudiadamente vejatoria por razones de eficacia, se forman personas cuyo carácter está modelado sobre una base ante todo normativa y ritual. Y frecuentemente sucede que la adquisición de aquel paradigma interiorizado y el dominio de la casi completa ritualización del tiempo sean confundidos con la realización, el logro del camino espiritual. Incluso si, es preciso reconocerlo, la maestría del comportamiento ritual es un arte refinadísimo. Tal como la cascara de un huevo es una esplendida obra de arte.

En algunos monasterios pertenecientes a la escuela Zen el zazen es practicado como una parte de la disciplina, una dureza más que hay que aprender a soportar. En otros, aparentemente más serios, a la practica del zazen se le pide también, al mismo tiempo que la disciplina moldeadora, la consecución “forzosa” de la iluminación, por tanto se lo practica en condiciones extremas de frío, de calor, de duración. En otros, abandonada incluso la disciplina, no queda otra cosa sino la enseñanza de los rituales y de las ceremonias, es decir los instrumentos del oficio que se ejercerá después en el templo familiar. Pocos entre los clérigos provienen de una familia laica abandonada como consecuencia de una vocación religiosa, e incluso estos, por fortuna con excelentes excepciones, terminan también a veces por ser absorbidos por las problemáticas menos espirituales del conjunto.

Igualmente la figura del maestro, la amistosa guía que recorre al mismo tiempo la vía con el fin de que el más joven no se pierda, y que de esa manera realiza a fondo el propio camino ofreciendo gratuitamente aquello que gratuitamente ha recibido, en la mayoría de los casos ha padecido la misma distorsión. Es o se hace maestro quien ha superado la prueba, preparado, con los mismos métodos, para formar a otros para convertirse como él, hombres (casi nunca mujeres) de tono, de modales y de títulos pretenciosos; en razón de la capacidad de aguante adquirida, o incluso únicamente por la fama de severidad e intransigencia mostrada al subir fatigosamente la escala jerárquica dentro del riguroso respeto a todas las reglas.

En particular, en las escuelas Zen, los monasterios de preparación para los clérigos, llamados en japones senmon sōdō es decir “seminarios de especialización del clero”, son mayoritariamente estructuras organizadas ciertamente de acuerdo a la regla budista; pero esta es leída y aplicada en relación con una filosofía principalmente confuciana, por otra parte con orientación “nomocrática”, es decir poniendo en primer lugar la regla formal. Desde otro punto de vista constituyen una vuelta a la vía de salvación a través de las obras, al budismo fundado sobre el vinaya, “la disciplina”, según una acepción próxima a aquella que en el pasado muchos han estigmatizado con el empequeñecedor apelativo de hinayāna, “el vehículo inferior”, que ve la regla como fin, no como instrumento que me mantiene en el zazen de cada instante al dejar desaparecer mis pulsiones. En aquellos monasterios la educación interior es concebida a menudo como un embridar a la fuerza en la rígida estructura de la regla cada pulsión humana, plasmando en la acción ritual la exteriorización de la energía vital. Incluso el reposo, los momentos de fiesta, tienen una estructura ritual, tal como sucede, si bien menos rígidamente, en la sociedad civil. Se persigue un ideal de armonía que se realiza a través de la constitución de un colectivo homogéneo basado sobre el orden y la disciplina y este ideal refleja e influencia el orden social externo, constituyendo un estándar y un baluarte operativo.

Para dar un ejemplo de esta ósmosis entre la perfección formal del orden y de la disciplina realizada o mitificada en el senmon sōdō y el orden estructurante en el mundo laico, recuerdo que muchas grandes industrias enviaban a los nuevos empleados a aquellos lugares como un periodo de entrenamiento con la finalidad de que fuesen enderezados según la más severa disciplina, operativa en la empresa y en la sociedad, dirigida a la obediencia a los superiores y a los más antiguos, en el respeto de las reglas y las normas del sistema. Por otro lado las principales compañías del País cada mañana hacían recitar a sus dependientes a coro una especie de “plegaria empresarial”, inserta en una ritualidad ceremonial tomada en préstamo casi siempre de las formas perpetuadas en el senmon sōdō. De este modo la fusión entre “lugar religioso” y sociedad se convierte en una fusión realizada sobre la base de compartir el orden constituido, operativo por una parte desde una perspectiva tomada prestada del budismo confuciano y por la otra por una eficiente producción de bienes, con altos ritmos y alta calidad.

En el periodo que va desde la mitad del siglo XIX hasta el fin de la segunda guerra mundial, un ulterior elemento ha acrisolado las formas de aquello que es exportado desde Japón con el nombre de “zen”, aun siendo sobre todo el fruto de una cultura particular. A partir de la segunda mitad del siglo diecinueve la presión internacional, el orgullo nacional, la situación interna condicionada por el ejercito y por las clases (familias) ligadas a la tradición de los samurái, concurrieron con el fin de que Japón reclamase y ocupase una posición más consonante con aquello que desde su interior era considerado su verdadero papel y su colocación en la escala del mérito, de la fuerza y de la civilización en el el consenso mundial.

En aquella situación los exponentes punteros de la cultura pretendidamente budista y en particular Zen, monjes, maestros y otros prelados antes que el resto, con la excepción de poquísimas voces contrarias eliminadas con sutil y radical represión, no solo apoyaron el militarismo agresivo japones, sino que proveyeron justificaciones “teológicas” y culturales a tales agresiones. Sin faltar el proveer de hombres al servicio de la maquina bélica, tanto como combatientes indómitos y ejemplares, como “educadores religiosos” que debían forjar de forma coactiva a las masas de de los países conquistados en el nuevo verbo del Imperio de Sol Naciente.

Famosos maestros y predicadores se adhirieron, con un entusiasmo increíble para los budistas, al objetivo de sojuzgar con la fuerza naciones enteras; imperdonablemente confundieron el ser japones con el ser budistas llegando posteriorente a sostener que tan solo y únicamente Japón era depositario del verdadero budismo, por lo que su misión era restablecer la verdadera ley de Śākyamuni en los países que la habían perdido, o que no la habían tenido nunca, usando cualquier medio, incluso la guerra.

Dejando a los estudiosos de historia, filosofía de la política y antropología la profundización en un fenómeno así y las consecuencias de la superposición entre religión e intereses nacionales, es más importante aquí evidenciar que el budismo, y sobre todo aquella corriente budista que toma el nombre de “Zen”, no solo no justifica ningún acto de agresión, guerra o conquista, sino que por su misma naturaleza se coloca siempre fuera de cualquier interés particular, sea este de especie, de nación, de pueblo o de persona.

En nuestra época, los primeros occidentales que se dirigieron a Japón y que estuvieron en contacto con el Zen y sus estructuras llegaron a aquellas tierras tras la primera guerra mundial, pero fue solo al final de los años cincuenta cuando los primeros no japoneses comenzaron a ser admitidos y aceptados como discípulos. Obviamente eran desconocedores de la génesis histórica y religiosa que, en los cien años precedentes, había formado las personas a cargo de aquellos lugares, igual que también ignoraban su cultura y su perspectiva de las cosas. En suma, en lo que les era presentado y enseñado como Zen no estaban en condiciones de saber distinguir claramente lo que era hijo de la historia de aquella nación y lo que era en cambio la autentica enseñanza de Śākyamuni. Fue así como se originó la figura del “maestro zen”.

Los títulos honoríficos con los que muchos de los monjes japoneses de rango elevado eran llamados habitualmente en virtud del oficio que momentáneamente ocupaban, e independientemente de su efectiva inmersión en el Zen, cuando se traducen literalmente en lenguas occidentales suenan como “viejo maestro”, “muy reverendo maestro del zen”, maestro guía”, etc. La prosopopea y la convicción de estas personas, que encontraban a sus pies a los occidentales, a veces temidos, otras veces despreciados por sus maneras informales y por tanto bárbaras, junto a la cultura confuciana que impregnaba todo y por la cual cualquiera que tuviese algo que enseñar -sea el arte de limpiar las calles, gobernar un caballo o de vivir la vida- no solo debe ser tratado con deferencia y humilde sumisión por quién quiere aprender sino que puede pretender de sus alumnos, incluso con la utilización de artes coercitivas, el ser objeto de tales formas de respeto, hicieron que la actitud básica recibida, aceptada, interiorizada (y a continuación propuesta) por parte de los discípulos occidentales fuese una mezcla de hieratismo, despotismo, autoridad, disciplina y, a veces, hipocresía.

No estoy diciendo que todos los monjes budistas japoneses fuesen así, ni que ninguno estuviese en condiciones de mostrar el verdadero espíritu del Zen. Estoy reconstruyendo la génesis de un fenómeno, el origen de aquel extraño ser, del todo anacrónico y carente de efectiva realidad, que en Occidente es conocido como “maestro zen”.

Anteriormente a una reforma de la liturgia, realizada hace algunos años, durante el primer servicio de la mañana, en todos los monasterios y templos japoneses, se recordaban “las tres naciones” (India, China, Japón) que formaron vital y dinámicamente la tradición del Zen. Sin embargo, desgraciadamente, cuando el budismo Zen llega a Occidente lo hace como hijo de la tradición de una sola nación. Si, como ha sucedido hasta ahora, la forma de trasmitir continúa estando aplastada bajo el pensamiento y la cultura de una única nación, como si aquella forma fuese el contenido, de esa injusta superposición no nacerá ningún futuro.

No habiendo ninguna forma preconstituída en la eterna enseñanza sin patria, en caso de ser constreñida al gusto por una forma, al interés de una patria; compartirá tanto la estrechez como la génesis terrenal de esta. Perdiendo al mismo tiempo cualquier característica de vía de salvación universal.

Si en cambio llega a ser posible ver” el budismo, y el Zen en particular, por lo menos en sus tres formas geográficas principales, resultará evidente que ninguna de ellas es “la” forma, aun siéndolo cada vez, y será infinitamente más fácil capturar la verdadera naturaleza y regenerarla en nuestra vida sin ninguna necesidad ni tampoco ningún riesgo de imitar. Para realizar concretamente esta posibilidad de comparación es indispensable dar cuerpo, ahora, aquí en Occidente, a una seria cultura analítica del budismo y en particular del Zen.

A continuación de cuanto he dicho antes, entre los los años sesenta y setenta, en Europa y en los Estados Unidos, junto a pocas, poquísimas personas con la cabeza sobre los hombros y los pies en la tierra que practicasen el zazen sin ninguna arrogancia en particular, comparecieron los “maestros zen”. Es decir personas, japonesas y occidentales, que eran maestros en si mismos. Es decir que habían conquistado, habían recibido en algún monasterio o se había atribuido autónomamente ese título y que por tanto, de una vez para siempre, poseían ese estatus y ese papel o, mejor dicho, eran ese rol. Obviamente el título estaba ligado a un conocimiento particular que los hacía tales a todos los efectos.

Son innumerables los abusos realizados por este tipo de personas. Muchas están actualmente en plena actividad y tienes decenas, en conjunto millares de seguidores.

Me he interesado en este fenómeno por que me ha impresionado siempre la disponibilidad de muchos para ser vejados, tiranizados por periodos de tiempo incluso muy largos por personas que cualquier observador imparcial reconocería como mediocres imitadores de pequeños escenas y rituales o, incluso, completamente improvisadas.

Siendo el “maestro zen” una figura ficticia, o un personaje que no puede existir más que por fantasiosa auto-proposición en ese rol, consecuentemente una persona que crea ser tal o ser legítimo poseedor de ese titulo no puede ser más que un iluso o un arrogante. Por lo que, independientemente del hecho de que sea consciente o no de aquello, no poseerá ningún “zen” a enseñar. Por tanto, desde aquel lugar, no habrá nada para ofrecer. Distinto del tener nada para ofrecer.

¿Cuales serán entonces las “mercancías” que aquella figura puede procurar y el talismán que la mantiene en su sitio?, es decir, ¿cual será el atractivo que le procura la adhesión incondicional de discípulos dispuestos (casi) a todo con tal de tenerlo cerca y cual es el sostén interior, la motivación que los hace proseguir en ese camino?

En el budismo Zen no existe la carrera de maestro. No existe un cursus honorum, un procedimiento, una escuela, un proceso o alguien que pueda hacernos maestros. Sin embargo, vistos los presupuestos históricos, culturales e iconográficos que ese título, ficticio hasta decir basta, conlleva, entiendo que pueda convertirse en objeto de un fuerte deseo. Por ejemplo, quien puede exhibir el título de maestro es, más o menos automáticamente, considerado un iluminado, detentador de un conocimiento inefable y superior, por tanto una persona a envidiar, imitar… Y pienso que precisamente ahí está la solución de este pequeño, en el sentido de ridículo, misterio.

Desde el momento en que alguien aparece sobre la escena exhibiendo ese título, representa una forma que nuestro deseo puede asumir como objeto. Por tanto, lógicamente, nos dirigimos a él para ser instruidos, con el fin de que nos haga llegar a ser como él es, o de que nos de aquello que tiene; un conocimiento superior e inexpresable. Pero todo aquello que esa persona tiene es solo a si misma, con ese título, y si hipotéticamente estuviese en condiciones de hacernos llegar a ser como él, esta necesidad sería el fin de eso que es, es decir el dominus incuestionable, el poseedor del título. Corre por tanto un solo peligro: no estando en condiciones de procurar una verdadera trasmisión no puede ser igualado mas que en aquello que de forma fraudulenta representa, pero si lo igualásemos descubriríamos el truco y el juego se rompería en pedazos. La única forma en la que el juego puede continuar es no terminando nunca, es decir impidiendo que ninguno alcance el puesto que, revelándose inexistente, descubriría el engaño.

Un persona así, manteniendo la exclusiva sobre el rol que interpreta, perpetúa nuestro deseo de igualarlo, y nuestro deseo de ser como él lo refuerza en el suyo y a su vez este reforzarse suyo lo vuelve todavía más deseable. En este punto el proceso se alimenta de si mismo. Un poder inexistente, indicado por un título, por un cetro que es la única prueba, pone en marcha un juego cuya apuesta es nada, es decir, la exhibición del cetro mismo, que para tener valor debe de ser deseado por otros, por el mayor número de personas posibles. Parece una pesadilla.

El deseo respecto al camino que lleva a convertirse en “maestros” nos impide ver los límites de nuestro pequeño ídolo. La esperanza de estar un día en su lugar y de tener así a otros que desearán ser como nosotros confirma la importancia de nuestro estatus. Esto es lo que nos impide ver el servilismo en el que vivimos como lo que realmente es. De esa forma el único y real rasgo de unión es el deseo, y siendo un deseo hacia la misma cosa, es decir hacia el mismo rol, se basa inevitablemente sobre un conflicto latente que durante un tiempo, más o menos largo, se sublima en admiración reverente para después desembocar en lucha. Dejando a parte el caso en que el “maestro” muere de improviso, poniendo así las bases para una idolatría que permita a los otros gestionar el poder en nombre o por cuenta del difunto. Todas las relaciones de este género concluyen inevitablemente con grandes dramas, rechazos recíprocos, rencores y separaciones traumáticas; o bien evolucionan en situaciones en las que una de las partes acepta una eterna subordinación la que sin embargo, no comportando deseo o no aportando agua nueva a la relación, la paraliza. Estas variantes se resuelven sea como fuere en relaciones distintas a la dinámica inicial: asociaciones de distintos tipos, matrimonios a veces, relaciones desequilibradas cuya estabilidad está garantizada tan solo por la perduración del desequilibrio de partida de la relación sobre la que se basan.

En el así llamado ambiente del Zen occidental tales agregaciones -que en su desarrollo se convierten en pirámides, que vuelven a proponer en distintos niveles el mismo mecanismo basado sobre deseos convergentes que se confirman unos a otros- son numerosas, quizás numéricamente preponderantes respecto a las situaciones sanas. Sin embargo, incluso desde un simple examen lógico, debería revelarse la completa perversión de un conjunto como este de comportamientos, tanto desde un punto de vista genéricamente religioso como también desde uno específicamente budista. La conquista de un poder sobre otras personas, el deseo de exhibir un rol, un estatus o un particular conocimiento; atribuibles más al campo de las problemáticas individuales tendentes a los patológico que al ámbito de los objetivos religiosos, especialmente cuando es clara y evidente la ausencia de cualquier base real en todo el mecanismo.

Religión y religiosidad no pueden ser usadas como objeto de deseo ni, aun menos, como una apuesta dentro de un juego, so pena de su decadencia. Cuando cualquier cosa, incluso la misma conducción del juego, se convierte en una apuesta dentro de un juego de poder entonces los nombres religión o religiosidad vienen atribuidos ilegítimamente a un ámbito diferente de hecho.

Más clara aun es la ausencia de cualquier elemento en base al cual las dinámicas descritas puedan ser atribuidas a una lógica o a un ámbito budista. El budismo auténtico -por tanto el Zen- consiste en la práctica del camino que conduce a la extinción de todo afán y de todo dolor, es decir la realización concreta de la cuarta noble verdad iluminada con la luz de la primera, de la segunda y de la tercera. Esta vía es materialmente recorrida por quién renuncia, de una vez por todas e instante tras instante, a hacer del deseo la motivación que sostiene la acción, poniendo al zazen en el centro de la propia vida. Es la elección de vivir la vida sobre la base del zazen.

No se ve concretamente que tiene que ver con eso el plantearse o desearse como “maestro zen”, teniendo en cuenta que eso consiste precisamente en alimentar la más devastadora de las ilusiones: el deseo, en particular el de aparentar o el de dominar. Crear expectativas que suscitan deseos, para conseguir ventajas de la dependencia que esto provoca, es la activación de un mecanismo infernal. Es decir una fuente de agudos y larguísimos sufrimientos.

Es suficiente examinar con atención las indicaciones respecto a a la trasmisión de la vía dejadas por el maestro Dōgen, igual que las de los autores clásicos del Chan, el Zen chino, como también las enseñanzas contenidas en el recorrido de la tradición que antes fue hindú. Aparecerá claramente que la única posibilidad de carrera que existe en el Zen es aquella que nos permite convertirnos en discípulos.

Nunca ha existido ninguna justificación en pretender el sometimiento de otros, la obediencia o la subordinación. El espíritu manifestado por quién se ha encargado de cubrir encargos de responsabilidad ha sido siempre de servicio, amor por el prójimo, dedicación a los más jóvenes, ejemplaridad en el comportamiento personal hacia el propio maestro y, sobre todo, completa ausencia de auto-constitución en un rol abstracto. No puedo ser maestro ni en cuanto yo, ni por que así me haya instituido ningún otro. El único legítimo modo que tengo de considerarme, siempre, revistiendo cualquier rol o encargo, es ser, en cualquier ocasión, un discípulo; es decir una persona en formación sobre la vía y en sentido relacional discípulo de quien me ha precedido y me ha permitido entrar en el camino budista. Discípulo de cualquiera que tenga cualquier cosa que enseñarme a propósito de ese camino, sea el/ella más joven o más anciano, un objeto, una cosa o incluso un animal. Todo habla, sabiendo escuchar.

Si, en tanto que discípulo, he sido autorizado a aceptar discípulos, es de ellos, de su juventud y de lo precioso de su vida de lo que me debo de preocupar, pero no viéndome nunca como su maestro. El único modo legítimo de verme, si por cualquier extraño motivo quiero verme de alguna forma, es el de discípulo. El único rol con el que puedo presentarme es el del amigo cuidadoso y sincero.

En otras palabras, las relaciones fundamentales, por un lado hacia el propio maestro y por el otro hacia los propios discípulos, únicamente se dan en el plano del deber y del servicio, pero nunca sobre el plano del derecho o, por añadidura, de la pretensión.

Ello por un simple y cristalino motivo: la base de todo es mi real existencia en el zazen, es decir en el continuo y sistemático abandono de toda forma o convicción interior, en el volver a ser yo antes que ser de alguna forma. Ser discípulos se reduce a esto: no verse nunca completos. Porque quien se considera completo, para poderlo hacerlo, debe evitar hacer zazen; que es también el abandono de aquella idea de completud. Verse como discípulos quiere decir continuar recorriendo la vía. Sobre la cual no se aprende nada, por lo cual ninguno podrá nunca ser maestro de nada. Precisamente esta es la maestría en la que se puede tener experiencia, una maestría que solo se puede comunicar a quien no está interesado en obtener algo que no sea la paz del corazón.

El ser maestros en tanto que discípulos es un objeto de deseo que es difícil de proponer, por que significa no ser nadie en particular; es decir una persona común que intenta no desviarse y volver lo mejor que puede sobre el camino trazado por Śākyamuni.

Si alguien está verdaderamente interesado en ser un hombre o una mujer que lo hace lo mejor que puede en ese breve periodo entre el nacimiento y la muerte para no perderse en las tentaciones del mundo, no creo que exista ningún motivo para tratarlo con suficiencia o altanería, ni que él mismo tenga ninguna buena razón para ponerse a seguir y servir a una persona que promete algo completamente distinto a lo que busca.

Si bien todos nosotros tendríamos que haber sabido estas cosas, desde hace tiempo ya habíamos sido advertidos por una voz amiga: «… Y aquel que quiera ser el primero entre vosotros, se hará vuestro esclavo; exactamente como el Hijo del hombre, que no ha venido para ser servido, sino para servir…».

P.S.: no he olvidado haber dejado al viejo Uchiyama, postrado con la frente en tierra, sobre el vestíbulo de entrada de Nokein mientras nos alejábamos, turbados y con la cabeza llena de porqués.

Simplemente, ¿qué más podía hacer?

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Mauricio Yushin Marassi, La Via Maestra. La trasmissione di una tradizione autentica nel paradigma del buddismo Zen (cap.II), Ed. Marietti, 2005.
Traducción, Roberto Poveda.

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